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  - FABULAS DE ROBOTS PARA NO ROBOTS
  En una sociedad en la que la tecnología está al servicio 
  de unos intereses de clase y bajo el control de una elite altamente 
  especializada, es comprensible que los no iniciados
  —ni beneficiarios— contemplen el «progreso» tecnológico 
  con cierto recelo, cuando no con positivo temor. Un temor que, cuando faltan 
  la información y la capacidad crítica necesarias para llegar al fondo de la 
  cuestión, se convierte fácilmente en temor irracional a la cosa en sí —la 
  tecnología, en este caso— en vez de centrarse en su manipulación clasista, 
  auténtica razón de que la ciencia y la tecnología avanzada puedan constituir 
  una amenaza. Este temor —al que cabe llamar tecnofobia— presenta dos aspectos 
  principales: por una parte, el miedo al poder destructivo y avasallador de 
  ciertos «logros» tecnológicos; por otra, el temor de que la máquina desplace 
  al hombre como productor,
  cosa que en una sociedad equitativa y racional debería 
  contemplarse como una gozosa liberación, pero que en la nuestra, basada en la 
  explotación y la competencia, supone una constante amenaza para los 
  trabajadores, y no sólo para los manuales (piénsese en los formidables avances 
  de la cibernética) La idoneidad del símbolo del robot para polarizar este 
  doble temor es bastante obvia: el robot es un «hombre mecánico», culminación 
  simbólica de la usurpación por parte de la
  máquina del lugar del hombre; como además se lo puede —y 
  suele— imaginar inquietamente poderoso, ya sea física, mentalmente o en ambos 
  sentidos a la vez, se presta muy bien para expresar la tecnofobia antes 
  aludida. Y, de hecho, la ciencia ficción subcultural, e incluso la de ciertas 
  pretensiones, nos ofrece innumerables ejemplos de robots y supercomputadoras 
  que —como su primo hermano, la criatura de Frankenstein— se rebelan contra su 
  creador con funestas consecuencias. Sólo la ciencia ficción más seria, menos 
  condicionada por nuestros mitos culturales (ideológicos, en última instancia), 
  recurre al símbolo del robot con otros fines, como el de señalar la 
  importancia de una tecnología al servicio del hombre, o para utilizar la 
  implacable lógica de los cerebros electrónicos como contrapunto y/o espejo de 
  las
  contradicciones y los prejuicios humanos. Al igual que 
  la tecnología que simboliza, el robot es un instrumento (meramente narrativo, 
  por ahora) lleno de posibilidades, pero constantemente expuesto a un uso 
  negativo. No es éste, por cierto, el caso de la «Ciberiada» de Lem, quien ha 
  logrado aclimatar con éxito en este difícil terreno su fecundo talento de 
  fabulador y, sobre todo, fabulista. Prolongador y actualizador de esa gran 
  corriente fantástico-satírica que pasa por los Cyrano, los Voltaire y los 
  Swift, Lem ha creado, con su «Ciberiada», la fábula robótica. Un tipo de 
  fábula, además, que se aleja del tradicional camino asfaltado hacia la fácil 
  moraleja para adentrarse en los terrenos mucho más fértiles de la poesía, la 
  ironía, el humor y una fantasía que a menudo roza o penetra en el surrealismo. 
  Todo ello con un denso e inquietante (¿se puede hablar de Lem sin utilizar 
  este adjetivo?) trasfondo filosófico que el tono festivo y desenfadado de los 
  relatos no hace sino realzar. (pgs2/4)
   
  EXPEDICION PRIMERA, O LA TRAMPA DE GARGANCIANO
  Cuando el Cosmos no estaba tan desajustado como hoy día 
  y todas las estrellas  guardaban un buen orden, de modo que era fácil 
  contarlas de izquierda a derecha o de arriba abajo, reunidas además en un 
  grupo aparte las de mayor tamaño y más azules, y las pequeñas y amarillentas, 
  como cuerpos de segunda categoría, metidas por los
  rincones; cuando en el espacio no se vislumbraba ni 
  rastro de polvo, suciedad y basura de las nebulosas, en aquellos viejos 
  tiempos, tan buenos, existía la costumbre de que los constructores con Diploma 
  de Omnipotencia Perpetua con nota sobresaliente fueran de vez en cuando de 
  viaje para llevar a pueblos remotos ayuda y buenos consejos. Ocurrió, pues, 
  que de acuerdo con esa tradición se pusieron en camino Trurl y Clapaucio, a 
  quienes crear y apagar las estrellas no les costaba más que a ti cascar las 
  nueces. Cuando la inmensidad del abismo recorrido hubo borrado en ellos el 
  último recuerdo del cielo patrio, vieron ante sí un planeta, ni demasiado 
  pequeño ni demasiado grande, de tamaño muy apropiado, con un solo continente. 
  Exactamente por el medio corría una línea roja y todo lo que había a un lado 
  era dorado, y todo lo del otro rosado. Los constructores comprendieron en 
  seguida que se trataba en este caso de dos estados
  vecinos, y decidieron celebrar un consejo antes de 
  aterrizar. —Puesto que aquí hay dos estados —dijo Trurl—, es de justicia que 
  tú te dirijas a uno yyo al otro. Así nadie saldrá perjudicado. —Me parece bien 
  —contestó Clapaucio—, pero ¿qué hacemos si nos piden material de
  guerra? Puede ocurrir.
  —Es cierto, pueden exigirnos armamentos, incluso 
  milagrosos —convino Trurl—.
  Decidamos que se los negaremos en redondo.
  —¿Y si insisten con violencia? —objetó Clapaucio—. No 
  sería nada nuevo.
  —Vamos a verlo en seguida —dijo Trurl, y conectó la 
  radio, de la cual salió, atronadora, una entusiasta marcha militar.
  —Tengo una idea —dilo Clapaucio, apagando la radio—. 
  Podemos aplicar la receta de Garganciano. ¿Qué te parece?
  —¡Ah...! ¡La receta de Garganciano! —exclamó Trurl—. No 
  he oído nunca que nadie la usara. Pero podemos ser nosotros los primeros en 
  hacerlo. ¿Por qué no?
  —Tú y yo estaremos dispuestos a aplicarla, pero es 
  imprescindible que lo hagamos los dos, si no, todo puede terminar bastante 
  mal. (pgs 4-5)
 
 
  ©  Stanislaw Lem. Cyberiada. 1965, Editorial 
  Bruguera, S.A.1979 
  © Traducción: Jadwiga Maurizio
 
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