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Re Lectures

"la casa Rusia"

by John Le Carré

... Todas las víctimas son iguales. No hay unas más iguales que otras..."  (pg 95)

...

Como si percibiera que era necesaria una mayor explicación, empezó de nuevo.

—Ocurría que esa semana yo era un experto. Había pensado que la firma podría encargar un libro rápido. Un agente literario que trabajaba en la feria quería que yo adquiriese los derechos para el Reino Unido de un libro sobre la glasnost y la crisis de la paz. Ensayos escritos por halcones pasados y presentes, revisiones de estrategias. ¿Podía, después de todo, estallar una auténtica paz? Habían alistado a algunos de los viejos veteranos americanos de los años 60 y mostrado cómo muchos de ellos habían descrito un círculo completo desde que abandonaron su puesto. Se estaba excusando, y me pregunté por qué. ¿Para qué nos estaba preparando? ¿Por qué consideraba que debía amortiguar previamente el choque? Bob, que no era ningún tonto pese a todo su candor, debía de haber estado haciéndose la misma pregunta.

—A mí me parece una idea bastante buena, Barley. Opino que hay dinero en eso. Incluso podría corresponderme una parte -añadió, con una risita picaresca.

—Así que tuvo usted su charla — dijo Clive, con su voz baja y cortante

—. Y luego la regurgitó. ¿Es eso lo que nos está diciendo? Estoy seguro de que no es fácil reconstruir los vuelos alcohólicos de la propia fantasía, pero le agradeceríamos que

lo intentase. ¿Qué habría estudiado Clive, me pregunté, si es que había estudiado alguna vez? ¿Dónde? ¿Quién le engendró? ¿Dónde encontraba el Servicio estas muertas almas suburbanas con todos sus valores, o la falta de ellos, perfectamente instalados? Pero Barley conservó su docilidad ante este renovado ataque.

—Dije que creía en Gorbachov — respondió plácidamente, al tiempo que tomaba un sorbo de agua—. Tal vez ellos no, pero yo sí. Dije que la tarea del Occidente era encontrar su otra mitad, y la del Este era reconocer la importancia de la mitad que tenían. Dije que si los americanos se hubieran preocupado por el desarme tanto como se habían preocupado por poner un tipo en la Luna o franjas rosadas en la pasta de dientes, habríamos tenido desarme hacía tiempo. Dije que el gran pecado de Occidente era creer que podíamos hundir en la bancarrota el sistema soviético aumentando la apuesta en la carrera de armamentos, porque de esa manera estábamos jugando con el destino de la Humanidad. Dije que, con el agitar de nuestros sables, Occidente había dado a los dirigentes soviéticos la excusa para mantener sus puertas cerradas y regir un Estado carcelario.  Walter soltó una risa que sonó como un relincha y se tapó la boca, de irregulares dientes, con su lampiña mano.

—¡Oh, Dios mío! O sea que nosotros tenemos la culpa de los males de Rusia. ¡Es formidable! ¿No le parece que se lo hicieron ellos mismos? Encerrarse ellos mismos dentro de su propia paranoia? No, ya veo que no. Impertérrito, Barley reanudó su confesión.

—Alguien me preguntó si no creía yo que las armas nucleares habían conservado la paz durante cuarenta años. Yo dije que eso era una chorrada jesuítica. Lo mismo podría decirse que la pólvora había conservado la paz entre Waterloo y Sarajevo. Además, dije, ¿qué es la paz? La bomba atómica no impidió Carea y no impidió Vietnam. No impidió a nadie oprimir a Checoslovaquia, o bloquear Berlín, o construir el Muro de Berlín, o entrar en Afganistán. Si eso es paz, intentémosla sin la bomba. Dije que lo que se necesitaba no eran experimentos en el espacio, sino experimentos en la naturaleza humana. Las superpotencias deberían custodiar juntas el mundo. Yo estaba volando.

—¿Y creía usted esas tonterías? — preguntó Clive. Barley no parecía saberlo. Semejó de pronto considerarse listo por definición y se tornó vergonzoso.

—Luego hablamos de jazz —dijo—. Bix Beiderbecke, Louis Armstrong, Lester Young. Yo toqué un poco.

—¿Quiere decir que alguien tenía un saxofón? —exclamó Bob con espontáneo regocijo—. ¿Qué más tenían? ¿Bombos? ¡Barley, no me lo creo! Creí al principio que Barley se marchaba. Se enderezó lentamente y se puso en pie. Miró a su alrededor en busca de la puerta y, luego, echó a andar con pasos vacilantes en dirección a ella, por lo que Ned se levantó alarmado, temeroso de que Brock llegara antes hasta él. Pero Barley se había detenido a mitad de camino, hacia el centro de la habitación, donde había una mesita de madera tallada. Inclinándose... " 

..- Si algo nos salva, cosa que dudo, será la vanidad -repuso Walter_ ningún dirigente quiere pasar a la Historia como el cretino que destruyó a su país en una tarde. Y el miedo supongo. La mayoría de nuestros valerosos políticos tiene una narcisista objeción al suicidio, gracias a Dios. (pg 121)......

© John Le Carré. "La Casa Rusia". Edt. Plaza & Janés.1ª edición, octubre 1989.

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