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(re) Lectures d'adolescència

Los pájaros van a morir al Perú

de Romain Gary

 

TENGO SED DE INOCENCIA

    Cuando decidí por fin abandonar la civilización y sus falsos valores y retirarme a una isla del Pacífico, en un arrecife de coral, a la orilla de una laguna azul, lo más lejos posible de un mundo mercantil enteramente dedicado a los bienes materiales, lo hice por razones que no sorprenderán más que a las naturalezas verdaderamente endurecidas.

    Tenía sed de inocencia. Sentía la necesidad de evadirme de aquel ambiente de competencia frenética y lucha por el beneficio en el que la falta de todo escrúpulo se había convertido en la regla, y para una naturaleza un poco delicada y un alma de artista como la mía se hacía cada vez más difícil procurarse las facilidades materiales indispensables para la paz del ánimo.

    Sí, lo que necesitaba sobre todo era desinterés. Todos los que me conocen saben el precio que atribuyo a esta cualidad, la primera y quizá también la única que exijo a mis amigos. Soñaba con sentirme rodeado de seres sencillos y serviciales, de corazón enteramente incapaz de cálculos sórdidos, a los que podría pedir todo, concediéndoles en cambio mi amistad sin temor a que alguna mezquina consideración de interés empañase nuestras relaciones.

    Liquidé, en consecuencia, los pocos asuntos personales de que me ocupaba y llegué a Tahití a comienzos del verano.

Papeiti me desilusionó.

    La ciudad es encantadora, pero la civilización asoma allí en todas partes la oreja, todo tiene un precio, un salario; un criado es allí un asalariado y no un amigo, y espera que se le pague a fin de mes; la expresión «ganarse la vida» se repite allí con una insistencia penosa y, como he dicho, el dinero era una de las cosas de las que estaba decidido a huir lo más lejos posible.

    Por lo tanto, resolví ir a vivir en una islita perdida de las Marquesas, Taratora, que elegí al azar en el mapa, y donde el barco de la Factoría Perlera de Oceanía anclaba tres veces al año.

    Desde que puse los pies en la isla tuve la sensación de que mis sueños estaban por fin a punto de realizarse.

    Toda la belleza mil veces descrita, pero siempre impresionante cuando se la ve por fin con los propios ojos, del paisaje polinesio se me ofreció en el primer paso que di en la playa: la caída vertiginosa de las palmeras de la montaña al mar, la tranquilidad indolente de una laguna a la que rodeaban con su protección los arrecifes, la aldehuela de chozas de paja cuya ligereza misma parecía indicar una ausencia de toda preocupación y de la que corría ya hacia mí, con los brazos abiertos, una población de la que, lo sentí inmediatamente, se podía obtener todo con amabilidad y amistad.

    Pues, como me sucede siempre, es sobre todo a la calidad de los seres humanos a la que fui más sensible.

    Encontré allí, en pie, una población de unos centenares de personas a la que ninguna de las consideraciones de nuestro capitalismo mezquino parecía haber afectado, y que se mostraba hasta tal punto indiferente al lucro que pude instalarme en la mejor choza de la aldea y rodearme de todas las necesidades inmediatas de la existencia, tener mi pescador, mi jardinero y mi cocinero, y todo ello sin sol tar un cuarto, sobre la base de la amistad y la fraternidad más sencillas y conmovedoras y del respeto mutuo.

    Yo debía eso a la pureza de alma de los habitantes, a su candor maravilloso, pero también a la benevolencia particular de que me hacía objeto Taratonga.........

 

............ Una obra de Gauguin en aquella islita perdida! ¡Y Taratonga la había utilizado para envolver su torta! ¡Una pintura que, vendida en París, valdría cinco millones! ¿Cuántas otras telas había utilizado así para hacer paquetes o.....   (pgs 80/82)

© Romain Gary. "Los pájaros van a morir al Perú". Edit. Bruguera marzo, 1974

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