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Lectures

Obabakoak

de Bernardo Atxaga

 

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—¡Claro, los pastores! ¡Ésa era la casa de los pastores! —dijo riendo. Y añadió, con gesto de quien no quiere contarlo todo—: Ya sabe usted, en este mundo hay gente de muchas clases. Y los pastores, qué le diría... los pastores prefieren gastar el dinero en golosinas para los niños antes que en comprarles libros. ¿Lo ve? —me señaló la plaza donde jugaban unos niños—. Ni los mandan a la escuela. A esta hora no anda ningún niño por el pueblo, sólo los suyos.

Así que se trataba de los pastores. Y la tendera, sobre todo con gestos, me hablaba de lo especiales que eran, de la diferencia que había entre ellos y el resto de la comunidad. Aquello era una novedad para mí, me sorprendía.

Antes de salir de la tienda ya había decidido indagar en qué consistía la particularidad de los pastores. Al fin y al cabo, no tenía nada concreto que hacer, y la buena disposición que a mis musgos y helechos interiores había traído el cambio de tiempo me empujaba a la actividad. Sí, intentaría averiguar el secreto de los pastores. Era muy probable que, de conseguirlo, lo aprendido rozara lo universal y no se limitara al reducido ámbito de Villamediana. Porque pastores había habido siempre, desde tiempos inmemoriales, y en todas partes. Y con esas ideas en la cabeza, concentré toda mi atención en los acontecimientos de aquella casa, la más alegre del pueblo.

Pronto me di cuenta de que la peculiaridad de sus ocupantes no se limitaba a su afición a la música o al poco aprecio que demostraban hacia la enseñanza escolar. También llamaba la atención —cómo no hacerlo en un pueblo semidesierto como Villamediana— los muchos que eran, su cantidad; el que la casa no estuviera, como la mayoría de las del pueblo, vacía o semivacía, sino repleta de gente. Cada vez que pasaba ante el portal veía cinco o seis niños jugando, y nunca dejaba de observar alguno nuevo: todos bien vestidos, unos rubios, otros morenos, e incluso de vez en cuando algún pelirrojo. Y algo ................. (pag 79)

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—Pues hace usted mal. No están los tiempos como para dejar la puerta de casa abierta. Sobre todo si hay pastores cerca —me dijo una vez el empleado de la agencia que me había alquilado la casa. Acababa de confesarle que utilizar la llave no era una de mis costumbres—. Esperan a que haya gitanos cerca para robar. Por eso tienen los gitanos la fama que tienen. Porque cargan con los robos de los pastores. —Y para suavizar la frase añadió que hablaba en general, que no todos serían ladrones, que los habría de muchas clases.

De muchas clases, sí, pero —de hacerle caso a él o a otros muchos— la mayoría con tendencia al mal, sobre todo los que no poseían ovejas, los que andaban de criados. Éstos sacaban la navaja por nada, y eran muy insociables. No podía ser de otro modo tratándose, como se trataba, de gente alcoholizada.

Comprendí, finalmente, cuál era el lugar que los habitantes de la casa alegre ocupaban en Villamediana. No era otro que el de la marginación; el mismo lugar que en otras partes del mundo vienen ocupando los enfermos, los negros o las personas de conducta sexual desacostumbrada. Y es que toda sociedad, aun la más pequeña, se rodea siempre de un muro, invisible, sí, pero no por eso menos real, y luego arroja todo lo negativo, todo lo fétido, a la zona que ha quedado fuera; igual que aquel mal hortelano del cuento que, a la hora de desprenderse de sus malezas, buscaba el amparo de la noche y se dirigía a la finca de su hermano.

Los pastores estaban más allá de la línea divisoria, al otro lado del muro, en la zona de los culpables. Y, dicho sea de paso, es muy probable que siempre y en todas partes hayan estado ahí. Cuando Caliope y sus hermanas hablaron a Hesiodo, se despidieron de él llamándolo pastor inculto, ser vergonzoso. Y cuando el cristianismo, religión de la gente humilde y marginada en sus comienzos, relató el nacimiento del Niño Dios, colocó a su lado a los pastores de Belén por los mismos motivos por los que luego colocó a María Magdalena junto a la cruz.

Compartí mis reflexiones con Daniel, y aproveché uno de nuestros paseos por el bosque para preguntarle cuál era, en general, la reacción de los pastores ante su marginación. Si, como decían, era verdad que la mayoría se avergonzaba de su oficio.

—Los negros no. Los negros suelen ser muy orgullosos y si pueden empeorar la fama que tienen, la empeoran —me respondió.

—¿Quiénes son los negros? —le pregunté. Yo pensaba en el apodo de alguna familia.

—¿Pero es que aún no te has dado cuenta de que hay pastores blancos y pastores negros? —Y empezó a citarme a los que yo conocía en el pueblo; cuáles pertenecían a un grupo y cuáles al otro. (pg. 81)

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© Bernardo Atxaga, Obabakoak, 1989.  Ediciones B. Traducción: Bernardo Atxaga

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