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Escocia

Edinburgh... 

    Llegar. Un nuevo país es como abrir un regalo inesperado. Antes de abrirlo sorprende y emociona, pero cuando quitas el envoltorio a veces decepciona, en otras ocasiones barniza la mirada y turba de felicidad. Hacía muchos años que procuraba no ilusionarme por nada previamente. Había aprendido a no esperar ni imaginar nada de nadie; pero todavía me impacientaba con los espacios desconocidos, los paisajes o ciertas intuiciones. Conocía las personas pero no podía imaginarme los paisajes por adelantado. No podía evitar describirme un lugar que los tópicos siempre acababan aderezando. De manera que cuando llegaba me encontraba a menudo un escenario muy diferente del que esperaba. Desembarcar en aquellas tierras fue un regalo desmedido que me conmocionó para producirme el efecto contrario, el de quien lo mira todo sin poder ver nada ………………

   

……………. Patrick me acompañó, en todo momento  estirado y cabizbajo, caballeroso y conciso en el más tópico y típico concepto británico, hasta la casa que iba a ser, yo aún no lo sabía, mi hogar por tan breve espacio de tiempo. Alejada del centro de la ciudad y un poco menos del instituto, pero muy bien comunicada gracias a un buen sistema de transporte público.

    La casa era pequeña pero coquetuela y cómoda, tenía la característica gran cocina-salón donde se convivía y se llevaban a cabo las tertulias después de las comidas. Un diminuto jardincito en la entrada y un patio posterior con césped y llamativos macizos de flores, el conjunto del cual parecía de plástico a consecuencia del extremado cuidado con que se amaba tanta vegetación.

    Estaba ávida de paisajes. Empecé por subir al Edinburgh Castle. Como todos los castillos estaba encaramado en la cima una masa rocosa desde donde se dominaba toda la ciudad. Calles y casas tenían un aspecto tan exacto que no llegaba a creerme lo que veía y, cuando no llovía, la luz tenía un matiz nítido, como dorado. Fui registrando la parte rural, por la zona donde vivió R L Stevenson y comprendí que sería muy fácil vivir allí y ignorar el esto del mundo con sólo percibir remotamente aquellas panorámicas.

………………….

    Tan sólo en cuarenta y ocho horas había pasado muchas veces por delante de una tiendecita peculiar, en el escaparate contemplaba cada vez unos útiles de pintura y los miraba golosa. Tenía los ojos llenos de luces desconocidas, paisajes todavía por descubrir y por delante tres semanas antes de comenzar las clases…

    Cuando regresaba a la hora de la cena, es decir a media tarde, sin querer ni pensarlo antes dos veces entré en la tienda, había unos lienzos pequeños preparados para los turistas donde se reproducían, esbozadas previamente, algunas de las vistas más tópicas de Edimburgo y de sus alrededores, otras eran impresionantes imágenes de Escocia, todas con su tarjeta postal para mirar el original y decidir los colores. Me sentí como una niña golosa delante de un escaparate con chucherías. Tardé mucho tiempo, buscaba algo que me impresionara pero que no fuera complicado, se hacía tarde, iban a cerrar y eso me obligó a escoger una imagen de "Bidge Inn" y otra de Urquhart Castle.

 

       

Escòcia acabaría triunfando.....

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…… Fue una aventura con la que tropecé por casualidad, sin ganas ni intención. Me vi envuelta sin pretenderlo en los juegos que conducen y aclimatan un descubrimiento excepcional, una nueva relación, con toda la inquietud que me producía saber que era un juego de seducción fútil y pasajero para los dos y me sorprendía la ilusión, la quimera y el tesón que ponía él, al menos en apariencia. No podía explicarme cómo fue que no recordé en ningún momento el escepticismo distante con que creía haberle demostrado que cualquiera se podía alejar o prevenir de cualquier sentimiento. Probablemente entendió como reto lo que yo había dicho sin pensar ni ninguna intención, hacía sólo unos días al tren…. Ahora resultaba que….

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    Descubrí los parajes donde la belleza impedía respirar. La sensación de silencio i quietud en las cumbres, el misterio impenetrable de la naturaleza. Las inquietantes soledades que rozaban el cielo. El deseo de fundirme con aquel paisaje, de permanecer allí hasta la extenuación de los sentidos, de la capacidad de percepción…..

…………..

    Todo de una dura belleza que cortaba el aliento. Escuché contar las encarnizadas luchas al Glencoe por defender la independencia de aquellas tierras, las leyendas, las almas en pena. Fui perdiendo la cuenta de los castillos que visitábamos y de sus nombres. Me gustaba la anormalidad de aquel clima tan suave y fresco, siempre con el suéter  y la chaqueta en pleno verano, incluso cuando a veces sentía más frío del que podía suponer o cuando me incomodaba la humedad de las lluvias imprevistas, de las ventiscas…. A los pocos kilómetros de una caminata con un sol radiante que intensificaba unos colores limpios y tan diferentes a los del clima mediterráneo, era necesario sacar los impermeables con urgencia y caminar bajo la lluvia

 

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    Al cabo de dos o tres días cambiábamos de población. Por las noches, después de cenar, nos reuníamos en el salón para charlar y beber wisky. A menudo me sentía fuera de lugar y me retiraba tan pronto como me permitían, me costaba comprender las conversaciones donde se mezclaban el gaélico y un inglés de acento desconocido. No quería que nadie pensase que era huraña, pero estaba cansada y necesitaba dormirme (acurrucada en la cama y ¡tapada hasta la nariz! En pleno agosto) mientras evocaba el trayecto de cada día. Estaba en paz, era feliz y pocas veces sentiría tan nítida y auténtica esa felicidad.

   Por las mañanas era la primera que me levantaba. Salía corriendo como un animalillo enjaulado para estremecerme de frío y paisaje, poco después, sin saber cómo, él aparecía. Uno de los dos ponía en marcha una sonrisa y nos mirábamos como quien mira más lejos de donde puede ver. Se confundían las nubes del aliento, equidistantes en el aire frío de las mañanas, hasta que nos rendíamos en un abrazo que no admitía palabras...

     …

    Eran momentos mágicos, en que podía sorprendernos la aparición lejana de un castillo fantasmagórico  que no habíamos llegado a entrever en la llegada, al anochecer, mientras se deshacían las brumas y las nubes se levantaran sacudiéndose la telarañas que les envolvían durante la noche.

     Parecía que alguien encendiese la luz iluminado alguna rocas que tomaban diferentes tonalidades, de caramelo, de naranja madura, de oro viejo y en algún instante, sin saber ni cómo, la última bruma desaparecía dejando paso al intenso y frío azul de un pedazo de lago y las vertientes de las colinas envueltas de terciopelo verde.

    Una ovejas enfilaban en formación compacta el camino de las colinas....

 © Emília V. Talens. Prohibida la reproducción sin permiso de la autora.